jueves, 28 de julio de 2011
La Colina 45 nº39 22-7-2011
lunes, 25 de julio de 2011
DE BAR EN PEOR
Por primera vez en un año y pico, me levanté el domingo pasado bien temprano para presentarme con puntualidad británica a mi jornada laboral. En realidad era una prueba de curro en un restaurante y salón de banquetes de la playa de El Perelló. Sí la pasaba, tendría curro para los findes, y si no, pues a seguir visitando el Servef. Por fin la esperanza de ingresos, pero por encima de todo, esa vieja sensación, casi olvidada, de sentirse útil de nuevo, una puerta a abandonar ese periodo de inactividad involuntaria que, con cada nuevo currículum rechazado, te va minando progresivamente la autoestima y el amor propio sin que te vayas dando cuenta. Supongo que nadie va con tanta ilusión al curro como el que hace tiempo que no lo tiene.
En primer lugar, después de un larguísimo trayecto en autobús, transbordos inclusive, la persona que me había facilitado la prueba me indicó erróneamente la hora de inicio de jornada, con lo cual me presente con una hora de antelación. Después de que jefatura examinará atentamente a aquel friki barrigón que tenía ante sus ojos y que desafiaba a las claras el requerimiento de buena presencia, decidió meterme en la cocina para aligerar el trabajo a aquellos que todavía no habían llegado y ponerme a fregar a mano toda la vajilla que no había sido limpiada la noche anterior, que insisto en recordar, había sido sábado. Al no ver nada en la pila, jefatura me señaló, con una amplia y malévola sonrisa en la cara, una mesa cubierta de platos, copas y cubiertos, que parecía sacada de un anuncio de Fairy. Su extensión se perdía hasta donde alcanzaba la vista. Hora y veinte minutos más tarde, cuando ya tenía los dedos como pasas y estaba alcanzando un estado cercano a la psicosis paranoica, con mirada de perturbado e hilillo de baba colgando por la comisura de los labios inclusive, concluí mi primera tarea. Todavía hoy siento escalofríos cada vez que paso por delante del fregadero de mi apartamento. Acto seguido la jefa de camareros, un siniestro cruce entre Cruela de Ville y Esperanza Aguirre, tuvo a bien ofrecerme la camisa con el anagrama del restaurante bordado, que debía combinar con pantalón y zapatos negros aportados por mí, y me condujo hasta el vestuario. Me puse la camisa, extraje los zapatos, los pantalones, los calceti…¡los calcetines! Una gota de sudor frío resbaló a cámara lenta por mi frente mientras rebuscaba en el interior de mi mochila tratando de encontrarlos, sin ningún éxito. En aquel momento me alegré de no haber tenido tiempo la noche anterior para coser el dobladillo del pantalón recién adquirido para la ocasión, cuyas perneras me quedaban a todas luces demasiado largas. Calma. Solo había que cubrir bien el zapato con el sobrante, y tener cuidado de no pisarlo al caminar. Al salir, se me proporcionó la bandeja, también negra como la totalidad de mi vestuario, y no pude evitar visualizar en mi mente una retorcida versión de aquella escena de instrucción de “La Chaqueta Metálica” en que el sargento desfila por el barracón seguido de los reclutas mientras cantaban al unísono “¡Esta es mi bandeja. Hay muchas otras bandejas, pero esta es la mía…!” etc. Era mi versión oscura del escudo del capitán América, portada por un émulo de Johny Cash, y verme así me infundió valor para afrontar el resto de la jornada.
Cuarenta y cinco minutos más tarde, la cotización bursátil de las empresas de cristalería españolas se disparaba hasta extremos estratosféricos, y tan solo media hora más tarde, el presidente del gobierno comparecía en rueda de prensa con los ojos anegados en lágrimas y empapado en champán, para anunciar que, con todos los puestos de trabajo que serían necesarios para la fabricación de vasos, copas y vajillas, la crisis de desempleo podía darse por concluida. A mí por mi parte me resultaba imposible pedir disculpas y ofrecerme a barrer aquella eterna alfombra de cristales rotos que se extendía hasta el último confín del restaurante, ya que estaba demasiado ocupado siendo estrangulado por el jefe de sala, mientras el resto de empleados le jaleaban enloquecidos. Momentos antes, la venerable anciana dueña de aquella empresa familiar había tenido que ser trasladada de urgencia en ambulancia al hospital más cercano, víctima de un síncope, al contemplar por primera vez en su larga existencia la posibilidad de derrumbe de un negocio de cuatro generaciones. Justo cuando me hallaba al borde del estado de inconsciencia premortuoría debido a la falta de oxígeno en el cerebro, entraban en tropel los asistentes al convite que debíamos servir. El jefe de sala soltó mi cuello a la vez que clavaba en mí sus ojos inyectados en sangre. Respiré aliviado. Durante unas cuantas horas más, mi vida seguía siendo de alguna utilidad.
Debíamos servir la celebración de unas bodas de plata, y dado el número de asistentes, me alegre de poder por fin conocer a Keith Richards, pues en caso de no asistencia, debían ser el único habitante del hemisferio norte que no contara entre los invitados. Mis dos compañeros a la hora de acometer tan titánica tarea eran, por una parte, una menuda muchacha argentina con cara de “mis padres me han obligado a encontrar un trabajo de verano, y en las dos semanas que llevo aquí, por primera vez en mis veinte años de existencia, he aprendido a odiar la vida”, y por otra, el nieto de la propietaria, que parecía mucho más preocupado por visionar la carrera de Fórmula 1 emitida por el televisor situado en la zona del bar a la vez que filtreaba con las camareras de la barra, ante la total indiferencia de nuestros superiores inmediatos. Nos hallábamos pues, mi compañera y yo, solos ante el peligro. Respecto a los comensales, puede decirse que pertenecían a ese tipo de gente cuya única aportación a la historia de la humanidad era ejercer sin ningún tipo de control la función reproductiva para perpetuar la especie. Pero lo peor no eran los mares de gente ni la avalancha de platos y copas a servir, aunque antes de los postres la cantidad de sudor transpirado ya me había hecho perder cuatro tallas, y mi compañera no parase de emitir de forma regular un extraño sonido, “hi, hi, hi”, me imagino que muy semejante al que deben de emitir los asesinos en serie justo antes de internarse en un restaurante de comida rápida armados hasta los dientes. Lo peor no era aguantar a esa clase de viejos mamados que para sacar pecho delante de amigos y familia se dedican a hacer burla de los sufridos camareros, mientras que durante el resto de la semana se muestran dóciles y mansos como corderitos en sus respectivos puestos laborales ante los continuos abusos por parte de sus jefes. Juro por lo más sagrado que uno de esos viejos después de los postres, tras haber ingerido cantidades industriales de comida, me pidió un bol de cacahuetes que le ayudasen a ingerir su segunda botella de vino unipersonal, y después de habérselo servido, cinco minutos más tarde, me llamó para servirle una tercera botella de vino con la que acompañar los cacahuetes. Lo peor era el hilo musical. Reto a cualquiera a sobrevivir a aquella escena dantesca amenizada con grandes éxitos de ayer y hoy como “Amo a Laura”, “El Toro enamorado de la luna” o el “Arriba España” de Manolo Escobar, entre otros grandes clásicos, y que después pruebe a mantener intacta su integridad mental.
Cuando ya creíamos a punto de finalizar aquel aquelarre institucionalizado en pro de la cultura popular, llegó la prueba final de los cafés. Una vez tomada nota y transmitida a la barra, en pocos minutos un convoy de tazas con su correspondiente plato se hallaban diseminadas a lo largo de toda la barra. El reto consistía en recordar entonces para quién eran exactamente los cafés solos, del tiempo, con sacarina, bombones, carajillos de whisky, carajillos de coñac, cortados, descafeinados, cortados descafeinados de sobre, cafés con leche “muy corto de café, por favor, que si no no me gusta, porque a mi hace mucho tiempo que en realidad no me gusta el café, pero solo tomo esto en ocasiones especiales, más que nada para no hacer el feo, ¿sabe usted?”, copas de coñac, de whisky, de Magnum, etc. Puedo decir sacando pecho que cuando todos fueron servidos, aproximadamente cuarenta minutos más tarde, pudiéramos haber salido airosos de la prueba de no haber sido porqué los diabéticos acabaron ingiriendo los bombones, los hipertensos los cafés dobles, y los abstemios los carajillos. Las ambulancias no paraban de retirar invitados, mientras que mi compañera se escondía en el lavabos de señoras, acurrucada en posición fetal mientras se echaba las manos a la cabeza, y yo sufría un nuevo intento de estrangulamiento por parte de la cocinera. Minutos antes, la jefa de camareros había huido a toda prisa después de presentar su dimisión tras quince años de abnegado servicio, y atravesaba la salida justo en el mismo momento en que escuchábamos como el jefe de barra se volaba los sesos en el almacén. La llegada de la policía junto a un inspector de sanidad, que acudieron a toda prisa a la llamada de los supervivientes, salvó una vez más mi cuello. Tras las aclaraciones pertinentes a las fuerzas del orden, y una vez concluida mi jornada laboral, me dirigí presto a cobrar mi sueldo, duramente ganado, antes de abandonar el local. Hizo falta todo el personal de cocina, el resto del personal de barra y un vendedor de cupones para contener al gerente, que se dirigió hacia mí tras mi requerimiento, cuchillo jamonero en ristre. Visto que les pillaba en mal momento, abandoné rápidamente el local con el convencimiento de que mis emolumentos serían ingresados sin falta en mi cuenta bancaria al día siguiente a primera hora.
En fin, tras diez horas y media de jornada, arrastre mis cansadas y doloridas piernas hacia la parada del autobús meditando sobre la propuesta del candidato socialista a la presidencia del gobierno de proporcionar formación a aquellos jóvenes que hacía años habían abandonado sus estudios para dedicarse a empleos como la construcción y la hostelería. En aquellos momentos, y con conocimiento de causa, me pareció a todas luces una propuesta errónea. Tal vez lo necesario sería, a todas aquellas personas que contamos con una formación universitaria, proporcionarnos formación destinada a gremios como el de la hostelería, pues a estas alturas, y tal y como está el país, puede que sean los únicos empleos a los que podamos aspirar. Estos eran los pensamientos que ocupaban mi agotada cabeza mientras esperaba al autobús, al tiempo que disfrutaba de una fresca brisa de verano que soplaba de forma suave y purificadora desde de la playa...
Reverendo Perkins